Reclama Las Calles
((
RTS Barcelona - Realaudio ))
La
vida cotidiana, que solía desarrollarse al aire libre, en la
calle, fuera de las casas y los lugares de trabajo, hoy en día
ha sido desplazada hacia los espacios privatizados. La calle, espacio
público por excelencia, es ahora propiedad de la Intendencia
y el Estado, sometida a las ordenanzas municipales y vigilada por la
policía y la seguridad privada.
El aparato del Estado adopta una cara bondadosa con su policía
amiga, que cuida a los buenos vecinos y vecinas, pero no dudará
un segundo en dispararles o pisotearlos si salen a las calles a exigir
sus derechos como trabajadores o como ciudadanos.
El control policial, la video vigilancia, los 'vecinos alertas' y la
educación escolar nos enseñan que los que no tienen nada
que hacer, no deben estar en la calle. Un buen ciudadano no debe molestar
a sus vecinos.
A excepción del candombe (aceptado pero perseguido cada día
más) los espacios públicos se están vaciando de
espontaneidad, todo está prohibido: cantar, cocinar, comer, tomar,
dormir, amar, lavar, pintar, bailar...
Las plazas están siendo privatizadas y las calles ensanchadas
a necesidad de los coches particulares. No se trata sólo de que
el coche sea un medio de transporte caro, privado, ruidoso, contaminante
y con capacidad para matar, sino que, además, la circulación
de vehículos es la justificación para que el espacio urbano
quede imposibilitado para el juego, el paseo, la fiesta, el arte o,
simplemente, para estar en la calle. Es "natural" que la calle
sea para los coches y que no pueda ser para nada más.
Algunos grupos sociales se resisten a la privatización de las
calles. Así ocurre que músicos, artesanos, vendedores
ambulantes, mendigos, grafiteros, manifestantes... son regulados, amenazados,
multados, denunciados y, si llega el caso, detenidos. Algunos días
al año la autoridad tolera tambores en la calle, carnavales y
otras celebraciones colectivas que se resisten a entrar en la norma
y conservan la memoria histórica de cómo se puede estar
en la calle de otra manera. Si muchas cosas se han dejado de hacer en
la calle es porque la gente ya no se atreve, o ni siquiera lo intenta,
porque cree que no se deben hacer. El gran éxito del poder es
haber reproducido las relaciones de sumisión en la vida cotidiana
de la gente sin que pesen las leyes. El ciudadano asimila las prohibiciones
hasta parecerle lógicas y naturales. Como a otras instituciones
de encierro (escuela, hospital, cuartel, fábrica, manicomio o
cárcel) a la calle le llega también su adecuación
a la sociedad del control. Cuando la norma está interiorizada
y la sumisión se reproduce sin excesivo desgaste por parte del
Estado, entonces el mayor problema ya no es que la calle sea frecuentada
sino todo lo contrario, que esté desierta.
En la sociedad de control el problema no es la participación,
sino la abstención en la que el poder no puede ver ni oír
nada. Cámaras que nos apuntan, pero tras ellas no encontramos
nada. En la sociedad de control uno teme participar en una acción
no porque lo detengan, si no, porque si sale en la tele se enterarán
los vecinos, o el jefe y puede perder el trabajo.
El Estado capitalista solo quiere consumidores y trabajadores en las
calles. La fiesta es lo que disuelve las estructuras de autoridad, libera
el tiempo y el espacio, se desencadena como acontecimiento. Mientras
el poder nos invita a celebrar los grandes momentos de nuestra vida
aunando mercancía con espectáculo, imponer el derecho
a la fiesta es algo más que una parodia de la lucha radical:
es una manifestación de esa misma lucha que instaura una nueva
sociedad, pues es abierta, no está regulada ni sometida a orden
y, aunque puede estar planeada, a menos que suceda por sí misma
será un fracaso.
La esencia de la fiesta, el cara a cara, el grupo de amigos y amigas,
tanto si son decenas como miles, que aúnan sus esfuerzos en un
intercambio de riquezas desmercantilizado para el puro circular de la
alegría a través de la comida y la bebida, la música
y el baile, la conversación o el arte, en la actualidad, se puede
considerar uno de los actos más revolucionarios.